Tenía apenas 13 años cuando las sintió por primera vez. No las reconoció de inmediato, solo pensó que algo muy malo sucedía en su interior, pues sin avisar siquiera su corazón empezó a correr de manera descontrolada. Le costaba respirar. Su garganta se había cerrado completamente y sus músculos se contraían de forma involuntaria. Podía sentir cómo esas criaturas revoloteaban con fuerza en su pecho de adolescente, descendiendo a toda velocidad hasta su pequeño vientre, dejando una estela de calor junto con una sensación que no lograba identificar como propia. Sorprendida ante lo que le ocurría, intentó moverse, dar un paso, pero sus delgadas piernas no le respondía, claramente amenazaban con flaquear.
Después
de lo transcurrido en esos 10 segundos, los más largos de su vida, lo supo:
eran las mariposas. Sí, esos condenados insectos de los que tanto había escuchado
hablar a sus amigas del colegio. Ella no les había creído, se burlaba en
secreto, tenía la certeza de que era un invento de "niñas tontas" que
solo pensaban en tener novio. Pero resultó que las fulanas mariposas sí existían, y estaban aleteando por toda su humanidad.
No
tenía certeza de cómo eran o cuántas, pero podía imaginar que miles, pequeñas y
con alas puntiagudas. Despertaron mientras salía de clases, justo cuando el
chico nuevo del salón -que llevaba siempre un chicle en su boca y parecía no
saber cómo peinarse- le tocó el hombro, y acercando la boca a su oreja
derecha le preguntó si tenía una hoja de papel que le regalara. En medio de
todas aquellas sensaciones que experimentó, sacó fuerza de donde pudo y logró
responder con voz temblorosa un "sí", afirmación que llevó al chico
nuevo a regalarle un chocolate en agradecimiento.
Fue
allí donde empezó su travesía por comprender y conocer más a fondo a esos
maravillosos animales. Como colegiala dedicó gran parte de su tiempo a hacerlas
enloquecer en su interior, luego como universitaria ya se había convertido en
su pasatiempo oficial, buscaba pretendientes para encantarse con las mariposas
y todo lo que sentía mientras volaban a sus anchas. Las encontró de todas
las especies y colores. Estaba fascinada y a la vez asustada, pues también supo
que la existencia de estas no era sinónimo de felicidad. Muchas veces tuvo que
pagar con lágrimas su afán por querer sentir a esos insectos tan
frenéticamente.
Una soleada tarde de verano decidió poner freno a las mariposas. Se había cansado de andar
de sobresalto en sobresalto, además ya no las sentía como antes, y habían
disminuido mucho en cantidad. Cada vez le costaba más que emprendieran vuelo,
muchas veces solo conseguía que aletearan por un rato de forma calmada, luego
se dormían. ¡Estaba harta! Así que prefirió acostumbrarse a la pasividad que
empezaba a adueñarse de su ser.
Aunque
no habría podido intuirlo, comenzó a sentirse a gusto con la plácida serenidad
que la invadió por completo. Las mariposas habían desaparecido, pero habían
dejado una estela multicolor que llegó a iluminarla por dentro. Abrazó esa
divina sensación de plenitud durante algunos años, disfrutaba poder respirar
profundamente, que el aire tuviera el camino libre para llegar a sus pulmones.
Sin
embargo, con el paso del tiempo su cuerpo empezó a tornarse muy frío y seco. La
estela multicolor que habían dejado las mariposas comenzaba a desaparecer
también, un gran vacío quedó en su lugar. Añoraba sentir de nuevo ese pinchazo
en la boca del estómago, el nudo en la garganta y el incontrolable temblor.
Entristecida
y con una pizca de nostalgia, se resignó a vivir únicamente con el recuerdo. Y cuando no esperaba que las cosas cambiaran jamás, una cálida noche de
noviembre las volvió a sentir. ¡Eran ellas! ¡Sí! habían vuelto las tan
preciadas mariposas con más fuerza y vigor que en el pasado. Se movían como
locas en su pecho ya de mujer adulta, y descendían como antes hasta su vientre, aún pequeño.
¡Estaban vivas! y ella también lo estaba.
0 comentarios:
Publicar un comentario