Reuniones clandestinas



Como todos los días, él hace hasta lo imposible por terminar a tiempo sus quehaceres en el hato familiar. Con prisa y una pícara sonrisa dibujada en su rostro se va a su habitación, saca del bolsillo de su pantalón una pequeña llave, y abre el baúl de madera que esconde debajo de la cama. Lo hace con cuidado, no quiere que alguien entre de repente y descubra su secreto, el que guarda como el mayor de sus tesoros en ese viejo cofre, tampoco desea que se sepa lo que hace todas las tardes, cuando solo los sirvientes habitan la casa.
Cuando tiene todo lo que necesita -bien doblado dentro de su saco-, se detiene un segundo ante el espejo para peinarse, y dirige sus pasos hacia la puerta del patio, la que solo usan las criadas de la casa para ir al mercado. Vigilando que nadie lo vea, la abre y se encamina por la estrecha carretera de polvo hasta el centro de la ciudad. Su reunión clandestina está por empezar.  
Está consciente de que viola las estrictas normas de su familia, pero poco le importa. De ser descubierto, el mayor castigo que podrían darle sería desheredarlo, y eso no le preocupa demasiado. Al menos no más que su futuro, ese que decidieron por él desde su nacimiento, y que lo llevará a convertirse -al igual que su papá y sus 3 hermanos mayores- en médico. Sin embargo, trata de concentrarse solo en el presente, que aún le pertenece, por eso no se pierde ni una sola de las reuniones secretas; son el alimento diario que necesita su alma para sobrevivir. No está dispuesto a renunciar a esas citas vespertinas, al único momento del día en el que se siente en paz, feliz, vivo.
En las reuniones clandestinas se le permite mostrarse tal cual es, durante esas cortas pero sagradas horas se entrega con pasión a cada una de las emociones que experimenta, a la greguería. Su corazón se abre a la esperanza, descubre el mundo y sobre todo a sí mismo. Los sentimientos se convierten en el boleto de entrada indispensable. Ese es además el único lugar donde puede mostrar sus tesoros: las hojas un tanto arrugadas que guarda con recelo, en las que plasma su percepción de la vida, sueños, ilusiones, aspiraciones; que van más allá de las normas y deberes impuestos por su familia.
No obstante, tiene claro que toda aquella maravilla debe permanecer oculta, que si se enteran sus familiares se acabaría todo, así que debe actuar con precaución, y dejar solo para sus sueños esa imagen liberadora de él mismo gritando a los cuatro vientos lo que ama hacer: escribir poesía. Pase lo que pase, seguirá yendo como cada tarde a la casa de Mathyas Lossada, donde Udón Pérez y otros humanistas amigos le enseñan la magia inmersa en las letras, la literatura y la poesía, a escondidas.

(Dedicado a Jesús Osorio, mi bisabuelo, quien al final tuvo la valentía de rebelarse a las imposiciones de su familia, y fue tras sus sueños. Cómo me hubiese gustado conocerlo)

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